20090722

Los Bean, la familia caníbal

Sawney Bean nació en el condado de East Lothian, a unos trece kilómetros al este de la ciudad de Edimburgo, durante el reinado de Jaime I de Escocia. Su padre se dedicaba a recortar setos y excavar zanjas, e inició a su hijo en la misma profesión. Durante su juventud, Sawney se ganaba el pan cotidiano con aquel oficio, pero como el pendejo era un vagote, acabó yéndose de casa de sus padres y se trasladó a la parte deshabitada de la región, llevándose con él a una novia que tenia.

La pareja se instaló en una cueva, cerca de la playa del litoral del condado de Galloway; allí vivieron durante más de veinticinco años, sin ir a ninguna ciudad, pueblo o aldea.

En aquel tiempo tuvieron un gran número de hijos y nietos, a los cuales criaron de acuerdo con sus propios hábitos, sin la menor noción de humanidad ni de sociedad civilizada. Nunca tuvieron ninguna compañía, y se mantenían a sí mismos robando, no sin antes cargarse a la víctima. Gracias a este método sanguinario, y al hecho de vivir tan apartados del mundo, transcurrió mucho tiempo sin que fueran descubiertos; no habiendo nadie capaz de sospechar cómo se perdían las personas que pasaban por el lugar donde ellos vivían. Después de haber asesinado a un hombre, una mujer o un niño, transportaban el cadáver a su madriguera, y allí lo descuartizaban y después se lo comían; éste era su único alimento; y a pesar de que llegaron a ser tan numerosos, normalmente tenían un exceso de aquella repugnante comida, de modo que amparados por la oscuridad nocturna, solían arrojar al mar piernas y brazos de las víctimas, procurando hacerlo a una gran distancia de la cueva en que vivían; aquellos miembros eran devueltos con frecuencia por el mar a la playa, en diversas partes de la región, para asombro y terror de los que los descubrían, y de otros que oían hablar del macabro hallazgo.

La familia de Sawney, entre tanto, continuaba creciendo, y cada uno de sus miembros, cuando la edad se lo permitía, ayudaba en la medida de sus fuerzas a perpetrar los horribles crímenes, que seguían impunes. A veces atacaban a cuatro, cinco o seis viajeros al mismo tiempo, pero nunca a más de dos si iban a caballo; eran tan precavidos, además, que tendían dos emboscadas, una delante de la otra, para evitar que alguno de los atacados pudiera escapar, si se había librado de los primeros asaltantes.

El lugar en el cual habitaban era completamente solitario y, cuando subía la marea, el agua penetraba en una extensión de casi doscientos metros en su vivienda subterránea, que tenía casi dos kilómetros de longitud; de modo que la gente armada que fue enviada a investigar ni siquiera se había fijado en la cueva, incapaz de imaginar que algún ser humano pudiera resistir en semejante lugar de perpetuo horror y oscuridad.

El número de asesinatos cometidos por aquellos salvajes no llegó a conocerse nunca con exactitud; pero se calculó que en los veinticinco años que duraron sus fechorías habían lavado sus manos con la sangre de un millar de hombres, mujeres y niños, como mínimo.
Su descubrimiento tuvo lugar en 1435 en las siguientes circunstancias: Un hombre y su esposa, montados en el mismo caballo, regresaron un atardecer a su hogar, después de haber visitado una feria, y cayeron en la emboscada de aquellos desalmados asesinos, que se lanzaron furiosamente sobre ellos. El hombre se defendió valientemente con espada y pistola, derribando a algunos de los asaltantes.


En el transcurso de la lucha la pobre mujer cayó del caballo, e inmediatamente fue asesinada ante los ojos de su marido, ya que las mujeres caníbales la degollaron y empezaron a chupar su sangre con tanto placer como si fuera vino; después le abrieron el vientre y le sacaron las entrañas. El horrendo espectáculo hizo que el hombre redoblara sus esfuerzos por defenderse, sabedor de que si caía en manos de sus enemigos correría la misma suerte.

Quiso la suerte que mientras luchaba desesperadamente se presentara un grupo de veinte o treinta hombres que había estado en la misma feria; y ante partida tan numerosa Sawney Bean y su sanguinario clan decidieron retirarse a su madriguera, cruzando un tupido bosque.

El hombre, que era el primero que salía con vida de una emboscada del clan de Beane, contó a los recién llegados lo que había sucedido y les mostró el cadáver de su esposa, que los forajidos no habían podido llevarse. Todos quedaron estupefactos y horrorizados ante su relato; le llevaron con ellos a Glasgow y pusieron el asunto en conocimiento de los magistrados de la ciudad, los cuales informaron inmediatamente al rey.

Tres o cuatro días más tarde, Su Majestad en persona, con un ejército de cuatrocientos hombres, salió para el lugar donde se había producido la tragedia, a fin de registrar el terreno palmo a palmo, tratando de localizar a aquellos seres diabólicos que desde hacía tanto tiempo venían siendo tan nefastos para las regiones occidentales del reino.

El hombre que fue atacado era el guía, y se llevaron también un gran número de sabuesos, no omitiendo ningún medio humano que pudiera conducir a poner fin a aquellas crueldades. Sus primeras pesquisas resultaron infructuosas; no consiguieron encontrar ninguna vivienda, y a pesar de que pasaron por delante de la cueva de los malvados, no le prestaron atención y continuaron su exploración a lo largo de la playa, ya que la marea estaba baja en aquel momento. Por fortuna, algunos de los sabuesos entraron en la madriguera, e inmediatamente estalló un espantoso coro de ladridos, aullidos y gruñidos; de modo que el rey, con sus ayudantes, volvió sobre sus pasos y examinó la entrada de la cueva, sin concebir que en un lugar donde sólo se veía oscuridad pudiera ocultarse algún ser humano. No obstante, al ver que el griterío de los perros iba en aumento, y que se negaban a salir de la cueva, empezaron a imaginar que alguien debía vivir allí. En consecuencia fueron en busca de antorchas y un numeroso grupo de hombres se aventuró en la caverna, a través de las más intrincadas vueltas y revueltas, hasta que por fin llegaron a la recóndita cavidad que servía de vivienda a aquellos monstruos.

El espectáculo que se ofreció a la vista de los soldados fue algo que ninguno de ellos podría olvidar mientras viviera. Piernas, brazos, manos y pies de hombres, mujeres y niños colgaban en ristras, puestos a secar; había muchos miembros en escabeche, y una gran masa de monedas de oro y de plata, relojes, anillos, espadas, vestidos de todas clases y otros muchos objetos que habían pertenecido a las personas asesinadas.

La familia de Sawney, en aquella época, se componía de él mismo, su esposa, ocho hijos, seis hijas y, como frutos incestuosos, dieciocho nietos y catorce nietas.

Todos fueron encadenados por orden de Su Majestad. Los soldados recogieron todos los restos humanos que pudieron encontrar y los enterraron en las arenas. Luego cargaron con el botín que habían reunido los asesinos y regresaron con sus prisioneros a Edimburgo.

Sawney Bean y los miembros de su familia no respondieron por sus crímenes ante ningún tribunal, ya que se consideró innecesario juzgar a unos seres que se habían mostrado enemigos declarados del género humano.

Los hombres fueron descuartizados; les amputaron brazos y piernas y los dejaron desangrar hasta que les sobrevino la muerte al cabo de unas horas. Después de haber sido espectadores del justo castigo inflingido a los hombres, la esposa, las hijas y los nietos fueron quemados en tres hogueras distintas. Todos aquellos malvados murieron sin dar la menor señal de arrepentimiento; por el contrario, mientras les quedó un hálito de vida, profirieron las más horribles maldiciones y blasfemias.

Algunos expertos aseguran que se trata de una leyenda inventada por los ingleses para ejemplificar la barbarie escocesa. Lo cierto es que en la costa de Ballantrae existe aún una gruta que los lugareños llaman la cueva de Sawney Bean, en la que hace muchos años que nadie se atreve a entrar.

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